Quizá porque el jazz se muere, porque ya no sobrevive más que un puñado de aquellos "Reyes de New Orleans" que lo hicieron grande o porque su influencia —barrida literalmente por el influjo del rock— es cada vez menor, los setenta años que acaba de cumplir Louis Armstrong adquieren el valor de un símbolo. Ambas decadencias coinciden: pero sería injusto (para el jazz, para el propio Satchmo, incluso para la historia de la música de Occidente) archivar en el olvido la trayectoria de este músico singular, imperecedero, sin duda alguna el mejor exponente que haya dado el género.
Este ensayo, escrito e ilustrado por Hermenegildo Sábat (un erudito en la materia, también clarinetista aficionado y autor de las fotografías) es un documentado racconto y, en cierta medida, un justificado homenaje. Dos entrevistas con Armstrong -realizadas en sendos viajes a USA-nutren gran parte de su contenido. También una conclusión: su aporte, mantenido a lo largo de siete décadas, lo erigen como paradigma: nadie como él hizo tanto por el jazz.
Leyendas han pretendido explicar el origen de la relación de Daniel Louis Armstrong con la música acentuando un hecho cierto pero irrelevante. El 1º de enero de 1913, armado con una pistola calibre 38, participó de una bravata callejera que lo condujo a un albergue de menores. Se encontraba acompañado por otros chicos; con ellos integraba un cuarteto vocal. Las propinas que recibía por sus habilidades las integraba a los magros o nulos ingresos de su abuela, ex esclava. En el Colored Waif's Home, un tal Peter Davis le concedió una corneta y algunos rudimentos instrumentales. Dramatizando esta anécdota, se han escrito guiones dignos de Hollywood (circa 1935). También se han omitido detalles más dramáticos.
La periferia más abarrotada por negros en New Orleans, ciudad con obvias evidencias españolas y — en bastante menor grado— francesas, era un compacto mosaico de diversiones, desahogos, vicio, pobreza, hambre y depravación. En una de las casuchas de la zona, el Back O'Town, teniendo como marco una de las fenomenales grescas que proxenetas y matones acostumbraban, el 4 de julio de 1900, Louis Armstrong, nació lumpen. Esta exageración inicial fue el preludio para una vida poblada por exageraciones. Armstrong no inventó nada. Pertenece a la segunda o tercera generación de músicos de su ciudad. Mientras repartía la ropa que su abuela lavaba, o vendiendo carbón en carros guiados por muías, fue testigo de los sonidos fieros emitidos por los "reyes" sui géneris (posiblemente Buddy Bolden, con seguridad Freddy Keppard, Buddy Petit, Joe Oliver). Nunca lo coronaron, pero es y seguirá siendo el mejor instrumentista de New Orleans. Pleonasmos aparte, no es posible reducir su influencia al puerto del Golfo de México. Con un arma inofensiva, calibre 78 RPM, cuya propia duración es limitada, alteró sin proponérselo, todo lo que se conocía dentro de los marcos de la música occidental. Martin Williams, un crítico parco, nada afecto a los adjetivos, afirma que "ningún compositor escribe para los bronces como sus predecesores, simplemente porque L.A. tocó su trompeta como nadie antes que él. Se puede decir que este hombre cambió al mundo; ciertamente cambió la música de Occidente, y a medida que !a música se difunde, cada vez es más cierto que cambió toda la música del mundo". Lo más notable de esta saga contemporánea fue su duración. La preparación del fenómeno duró escasos tres años; el florecimiento, otros tres años. Como Armstrong no es, afortunadamente, un intelectual, es probable que tampoco haya comprendido las razones de su éxito. Quienes percibieron el fenómeno utilizaron no el aporte musical sino los extremos de un mecanismo instrumental sobresaliente. Recién en ese momento el orgulloso moreno se enteró que se llamaba Louis Armstrong. Atrás había quedado su desfachatez genial. Su éxito congeló su cúspide como creador; de algún modo, ya había dicho todo e inauguró su decadencia. Paradójicamente, también dejó de ser pobre; el músico fue desplazado por un producto para consumición masiva.
El encuentro de Armstrong con Joe Oliver en Chicago, durante el Verano de 1922, sublimó sus sueños infantiles. Su admiración por el gigantesco trompetista nunca tuvo reparos. De otros recibió indicios, pequeños trucos. Oliver tenía "ideas que conducían a otras ideas y se seguían reproduciendo". Cómo percibió el alcance de la belleza de la música de Oliver sin confundirse, verifica parte de su personalidad. Nació en un barrio de matones, pero nunca fue matón. Incluso cuando integraba el cuarteto vocal procuraba deliberadamente cantar en su barrio. La razón: las propinas, allí, eran mayores. Cuando abandonó el albergue, en 1914, era una criatura plena de dignidad y poseedora de hábitos saludables. Tal vez su vocación privó; no es aconsejable subestimar todos los albergues. La identificación con sus ídolos juveniles provocó trasmutaciones en progresión geométrica. Oliver, quince años mayor que él, percibió con suprema lucidez sus cualidades sobrenaturales y, prácticamente, lo adoptó, dislocando, así, con su incorporación, una estructura que se había hecho tradicional en New Orleans (1). La presencia de Armstrong dentro de la banda de Oliver en el Lincoln Gardens de Chicago significó, además, la consolidación de un peligro no previsto hasta entonces: la transición de una música polifónica (cuya cumbre fue la propia banda de Oliver) a otra donde la preeminencia individual sería decisiva.
Ni Oliver ni Armstrong inventaron la improvisación, colectiva o individual; el folklore de todo el mundo se nutre así. Más aún: las severas limitaciones instrumentales de la mayoría exigían desbordes intuitivos. Pero todos los discos de Oliver son una maravilla disciplinada, donde los horarios de clase y recreo son respetados matemáticamente. Además, la veneración de Armstrong por el "sistema", o la mera vanidad de Oliver impidieron apariciones sobresalientes. El primer solo grabado por Armstrong (Chimes Blues) es muy novato. Evidencias posteriores muy cercanas demuestran que, saldada la deuda sentimental con Oliver (2), Armstrong no tuvo susceptibilidades con nadie, y pasaron varios años antes que tuviera un enfrentamiento con otro instrumentista de su estatura. Con el quinteto de Clarence Williams (1924-1925) ya pudo saciar, en parte, sus ansiedades: una semifusa alcanza para reconocer su sonido, su presencia. En Everybody Loves My Baby su coherencia, capacidad de invención melódica y serenidad son guiadas por un virtuosismo capaz de desnivelar ritmos y someterse a las más audaces alteraciones emocionales. A su lado, el clarinetista Sidney Bechet (Livin' High, Coal Cart Blues) es quien mejor asimila sus urgencias creativas; se le considera, justamente, uno de sus pares. Emancipado de Oliver, Armstrong aceptó integrar la orquesta de Fletcher Henderson, cuyos puntos en común con Oliver eran la misma raza y la similitud de algunos instrumentos. Estas pueden parecer opiniones subjetivas. Transcribiremos opiniones objetivas del "Chicago Defender", el iracundo diario negro de Chicago: "La orquesta de Henderson es la mejor; no tiene nada que ver con las orquestas negras habituales; se encuentra en la misma categoría de las buenas orquestas blancas de Paul Whiteman, Paul Ash y Ted Lewis". Armstrong era un bazar poblado por elefantes; la cristalería no se rompió, algunos elefantes se cristalizaron. Claro, él estaba un poco más excitado que el resto, era inocente. La diferencia se advierte en "One of These Days": su esplendoroso solo es tan extraño como ingerir un violento trago de acquavit en una sala de maternidad. La relación, por más dólares que hubiese, no podía durar mucho, y Armstrong volvió a Chicago. Su mujer, Lil Hardin (la pianista de Oliver), persuadió a Richard M. Jones, un pianista negro que trabajaba para la grabadora Okeh, de modo que Armstrong pudiese tener la oportunidad. El 12 de noviembre de 1925 comenzó su insuperada serie del "Hot Five". Todo el año 1925 fue para Louis Armstrong una fiesta permanente, desde sus grabaciones junto a la fenomenal Bessie Smith hasta el Hot Five. La relación de Armstrong con los "blues" no era nueva cuando se unió a la Smith u otras cantantes (Chippie Hill, Trixie Smith, Ma Rainey). La diferencia, el aporte, fue el permanente diálogo entablado entre la voz y la corneta sabiamente cubierta ya con la mano o con sordinas de goma; el resultado fue un acre y descarnado alegato musical. El trompetista Mutt Carey refirió que "una noche Louis llegó a ver la banda de Kid Ory en el Lincoln Park de N.O, (1917)... lo dejé tomar mi lugar. En esos momentos YO era el REY de los "blues", y cuando Louis tocó escuché más "blues" en ese lapso que en toda mi vida... Nunca se me había ocurrido que los "blues" pudiesen ser tocados de tantas maneras diferentes". Con Bessie Smith, Armstrong encontró la primera gran artista con quien identificarse. Ya sea en Careless Love, J. C. Holmes Blues o en St. Louis Blues la simpatía mutua es permanente, el comentario sonoro de los versos, estremecedor. El critico uruguayo Juan Rafael Grezzi decidió hace muchos años que estos discos los pongan junto a su mortaja, y no está solo en su decisión.
Para integrar el Hot Five, un conjunto de grabación cuyos registros sólo se vendían entre los negros (integraban "the race series"), Armstrong llamó a su primer patrón, el trombonista Kid Ory, y a dos ex compañeros: el clarinetista Johnny Dodds y el banjoísta Johnny St. Cyr. Su esposa Lil completó el quinteto. Entre las fotonovelas que se han pergeñado sobre Armstrong figura un capítulo, "Ambición", que se le atribuye a su segunda esposa. La Hardin, que estudió para ser concertista, pecó de mujer y se enamoró: "Pensé que era importante alejarlo de Joe (Oliver). Lo estimulé para que se desarrollase; era todo lo que necesitaba. Era un chico que no tenía confianza en sí. No creía en sí mismo. Entonces sostuve la escalera mientras él subía. Mis sentimientos por él no han cambiado a pesar de los otros casamientos". Si esto es ambición, entonces habrá que convenir que Giulietta Capuleto fue una canalla.
Cansado de la banalidad de los arreglos de Henderson y reaccionando, por única vez, ante la sofisticación de New York, Armstrong desató su madurez en las sesiones del Hot Five. Allí no tenía que seguir a ningún ídolo juvenil ni atender normas de patrones y se mostró desnudo. Los tres minutos que toleraban los discos fueron su único límite. Ningún otro músico pretérito o actual hizo o entregó tanto como Armstrong en esas instancias. En los primeros alardes (My Heart, Gut Bucket Blues), algo de Oliver sobrevive, pero la flexibilidad no tiene precedentes; Cornet Chop Suey y Oriental Strut, dos capolavoros pertenecientes a la segunda sesión (febrero 26), son ejemplos de virtuosismo técnico, pero no pierden su simplicidad básica, esencial. El humilde muchacho del ghetto negro nunca fue presa de vacuidades trascendentes. Sólo liberaba una intensidad emocional que lo guió ciegamente y a la que se entregó. La imaginación de Armstrong se plasmó en estos discos; su trabajo diario (con las orquestas de Carroll Dickerson o Erskine Tate) estaba limitado a apariciones más convencionales, destinadas a entretener. Las sesiones del Hot Five continuaron y la furia no decayó. Jazz Lips reúne el atrevimiento, el desenfado y la irresponsabilidad de los niños prodigios: Sunset Cafe Stomp tiene un final irracional, una coda apurada contra la lógica.
Durante su permanencia junto a Henderson, Armstrong solicitó una oportunidad para cantar, que le fue concedida. No existen evidencias que lo haya hecho con Oliver. En esa temporada febril del Hot Five, donde cada gesto significaba un acto de fe, la voz de Armstrong no podía limitarse a transcribir letras. Estuviese o no consciente de que estaba construyendo encima de un monumento milenario, erigido por iconos, repleto de partituras y normas respetadas militarmente, con su voz, terminó por adelantarse incluso a sus iguales, los negros. Porque ni Bessie Smith en sus mejores momentos dejó de ser solemne; Ma Rainey era una salvaje pero no tenía ni sus conocimientos ni su inteligencia. También es cierto que con su voz, él agregaba otro instrumento que no podía confiar a nadie. El despliegue, notorio en Heebie Jeebies, Don't Forget To Mess Around, I'm Gonna Gitcha, Skit Da De Dat o The Last Time entre otros, es ejemplar: el canto convencional, no volvió a ser él mismo desde entonces.
Armstrong, como cualquier pur-sang bien habido, también tuvo sus días malos, y sus días irreconocibles. Si se hace un recuento de todos sus registros con el Hot Five o el Hot Seven (la misma integración más tuba y batería), el balance es abrumadoramente positivo. Chicago estaba habitada por alguien más que Al Capone, Legs Diamond o Lepke Buchalter, y se fue corriendo la voz: un genio anda suelto. Todos los músicos, blancos y negros, lo idolizaron, sus discos fueron superando la barrera de color. El torbellino continuó, por lo menos, hasta 1928. Cambió la corneta por la trompeta, y siguió produciendo: Alligator Crawl es tan fantástico como Wild Man Blues; Potato Head Blues (3) es para algunos su mejor disco.
Lentamente se fueron acentuando las distancias entre Armstrong y sus compañeros de grupo. Johnny Dodds, sin ser un músico de escuela fue un soberbio clarinetista, competente tanto en el ensemble como en los solos. Nunca perdió ni su cualidad folklórica ni cayó en la inocencia (como Armstrong) de creer que un progreso instrumental equivale a uno musical.
Edward "Kid" Ory fue el supremo trombonista de las "front line" de New Orleans. Sus contrapuntos, también de limitada, rudimentaria, técnica, fueron inimitables. Las funciones de Lil Hardin y Johnny St. Cyr eran más modestas; las apariciones de la esposa de Armstrong, cuando se le concedía un solo, parecían veinte dotaciones de bomberos desbordadas por un incendio. Si el espíritu de grupo fue lo que dio brillo inicial al Hot Five, la retórica instrumental de Armstrong lo fue transformando, lenta, insensiblemente, en un cuarteto que sustentaba sus pirotecnias. Aun así, otras obras maestras, perfectas, pudieron plasmarse (Struttin, With Some Barbecue, Hotter Than That, Keyhole Blues). Cuando Armstrong grabó por última vez con sus amigos de New Orleans (diciembre 1927), se sintió lo suficientemente fuerte como para catapultarse: quienes le acompañarían serían sus discípulos. Entre ellos, brilló un pianista impar (Buenos Aires lo vio en 1969): Earl Hines. Pocas veces dos instrumentos tan opuestos funcionaron como espejo mutuo. En Skip The Gutter y fundamentalmente en Weather Bird la interrelación es osmótica. Si se tienen en cuenta las alteraciones que Hines hizo en su instrumento no sería osado catalogarlo, consecuentemente, como el mejor pianista de jazz: así lo asegura el inglés Alun Morgan. Pero eso dejaría de lado a quienes admitieron su instrumento y no utilizaron terapéuticas de trasplante (Jelly Roll Morton, James P. Johnson, Fats Waller, Art Tatum, incluso Thelonious Monk). Superada la instancia junto a Hines, sucedieron dos hechos rotundos: Louis Armstrong era un hombre famoso y en Wall Street la gente corría desesperada tratando de liberarse de acciones depreciadas. Entonces se produjo el crack de Armstrong. Quienes lo guiaban comercialmente lo vendieron no como el fenómeno que era, sino como Superman, capaz de dar la-últi-ma-nota. Enormes orquestas, integradas por intachables músicos, hicieron fondo al neosofisticado Armstrong, vestido de jacquet, en melodías pegadizas, intrascendentes. El Príncipe de Gales lo recibió con galas de gobernante. Los intelectuales franceses lo pusieron como ejemplo de su raza y se equivocaron. Trabajó en las peores películas que produjo Hollywood (¿alguien vio Atlantic City?). La indiferencia de Armstrong posiblemente resida en que su talento le permite enfrentar cualquier tipo de material, incluso jingles (hay uno memorable, para Ford) sin perder brillantez. Pero en muchas oportunidades su ubicuidad no alcanzó. Comprendió que le faltaban los parangones, los Johnny Dodds, Earl Hines, Bessie Smith. Su reacción fue honestísima, triste: se fue al museo donde estaban todos sus imitadores y se les unió. Uno de ellos, tal vez el más inteligente, Roy Eldridge, pudo abrirse, y creó, partiendo de la pirotecnia, una música coherente.
A su vez, un discípulo de Eldridge, John Birks Gillespie, llevó la pirotecnia hasta el apex y adaptó las vocalizaciones de Armstrong a las necesidades de su época, creando una nueva (y efímera) religión.
Tal vez, el único capaz de ofrecerle competencia en planteos, imaginación y brillantez fue un genio ignorado: Jabbo Smith. Pero Smith, por motivos incomprensibles, debió conformarse con una oscuridad que solamente ahora han rescatado los coleccionistas de una veintena de sus espectaculares discos, hechos en Chicago hacia 1928.
En 1940 L. A. se dio un respiro. Cuatro grabaciones con viejos compinches (Bechet, el trombonista Claude Jones) lo encontraron sin mácula, íntegro, sin hacer concesiones.
Pero estaba tocando de memoria (Coal Cart Blues, Perdido Street Blues), y comprendía que esa música, cuando mucho, lo podía llenar de nostalgia, lo transfería. Desde 1946 a la fecha ha actuado casi ininterrumpidamente con integraciones del formato del Hot Five, nutriéndose ocasionalmente con otros monstruos sagrados (Jack Teagarden, el propio Hines, Barney Bigard, Buster Bailey). Como otros artistas de su estirpe, no mira su pasado, sino que piensa que la última interpretación es su mejor momento. Armstrong no necesita excusas ni apelaciones. Nadie como él sabe cuánto mide su contribución. Sólo quienes le queremos, osamos pedirle que sea mejor. Y ésa es, sin dudas, nuestra culpa.
(1) El clarinetista negro Garvin Bushell (que nació en Springfield, Ohio) describe las características esenciales del "estilo" enfatizando el "feeling" y lo que ahora se ha dado en llamar "soul". A diferencia de la mayoría de los negros, que trataban de evadirse de formas "negroides", los músicos de N. O. protegieron y difundieron una versión instrumental de los "blues". Generalmente, las bandas callejeras incluían trompeta, trombón y clarinete.
(2) Poco tiempo antes de morir en 1936, en Savannah, Georgia, donde trabajaba como portero en una sala de billar, Oliver hizo una recorrida por el Sur, pero se detuvo 50 km antes de llegar a New Orleans. Aparentemente, no quiso que notasen su decadencia.
(3) Muchos de los títulos de Armstrong tienen relación con la vida sexual y sus consecuencias: Potato Head Blues se refiere a la sífilis; You're Next, al encuentro con una prostituta.
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