Placeres y desafíos en las usinas del jazz porteño
Los músicos y el público del género tienen un amplio abanico de posibilidades de acceder a estos espacios en los que el límite entre el escenario y la platea se desdibuja, y se genera una dinámica única entre instrumentistas experimentados y amateurs.
Por María Zentner DE PAGINA 12
Si alguien tuviera la oportunidad de ver jugar a Lionel Messi un picadito en una plaza, seguramente sería testigo de un espectáculo muy diferente del que semana a semana asombra a fanáticos del fútbol alrededor del mundo. La falta de presión, de estructura, el hecho de juntarse con compañeros y rivales con diferentes niveles de juego –a quienes probablemente no conociera anteriormente–, la tranquilidad de hacerlo por placer, por diversión: todos esos factores contribuirían a un Messi que, sin perder su técnica, su virtuosismo y su concentración habituales, se brindaría al juego de manera despojada, con el solo afán de disfrutar. Ese mismo espíritu es el que recorre noche a noche las jam sessions de jazz en Buenos Aires: músicos profesionales y amateurs que se mezclan, comparten, aprenden y gozan de exprimir al máximo esos minutos en el escenario.
Los músicos y el público de jazz tienen la posibilidad de acceder a estos espacios en los que el límite entre el escenario y la platea se desdibuja, que durante los últimos años fueron multiplicándose y que hoy ofrecen jams cada día de la semana. Tanto en clubes de jazz como en bares o centros culturales, la oferta se amplía y se expande por la ciudad, y abre la puerta a conocedores, pero también a curiosos que allí encuentran la manera de acercarse a un género musical que parecía sólo para entendidos.
La estructura de las jam sessions se reproduce casi sin modificaciones noche a noche: una banda que abre y toca alrededor de media hora, que es la que “marca la cancha”; es decir, establece el nivel, el clima. Después de la apertura, al escenario puede subir quien quiera. Es entonces cuando empieza la jam propiamente dicha: los músicos siguen los códigos y respetan el orden que se fija casi tácitamente. Cada nueva formación toca dos temas y deja el lugar para la próxima. Se trata de un calidoscopio humano y musical en el que las piezas se mueven y forman figuras parecidas, pero distintas. Los temas que se utilizan son standards, melodías vastamente interpretadas por los artistas y fácilmente reconocibles por el público.
Sparring de músicos
El pianista Horacio Larumbe usaba una interesante metáfora boxística para definir cómo era tocar en jam sessions: decía que, en ese contexto, en realidad trabajaba de sparring. Y es innegable que algo así es lo que sucede en la dinámica entre músicos experimentados y noveles o amateurs, pero esa particularidad no es algo negativo sino constitutivo de los encuentros. “Las jam sessions son algo completamente diferente al estudio, a un show, o a tocar en un lugar contratado. Son el potrero del jazz”, define Jorge “Negro” González, contrabajista con más de cincuenta años de carrera y dueño de Jazz & Pop. Este club de jazz, uno de los más emblemáticos de Buenos Aires, hace cuatro años reabrió sus puertas en el local de Paraná 340. La jam que allí se hace los domingos es una de las de más renombre, quizá por arrastrar la mística de las del viejo Jazz & Pop, que funcionó en San Telmo (del que González también fue integrante), en las que tocaron músicos como Chick Corea, Carmen McRae, y toda la primera plana del jazz nacional de los años ’80, pero también los que abren en la actualidad junto al dueño de casa: Quintino Cinalli en la batería y Alvaro Torres en el piano.
El contrabajista rescata el entrenamiento que brindan las jams, tanto para los músicos que recién empiezan, que tienen la posibilidad de subirse a un escenario por primera vez, como para los más experimentados, que ejercitan la capacidad de concentración, de improvisación, de sortear imprevistos: “Uno tiene que tratar de que ese que sabe poco luzca como si supiera, y eso lo obliga a tocar de una forma distinta de lo habitual”, explica sentado en una mesa del bar, de paredes tapizadas con fotos de grandes jazzeros de todos los tiempos y en el que trece paraguas abiertos, desafiando a la mala suerte, cuelgan del techo para mejorar la acústica.
El espacio de la jam es entre lúdico y pedagógico. Cada músico rescata del momento lo que más le hace falta. El resultado es siempre diferente, y eso es lo que hace que vuelvan a asistir cada noche, con el vértigo de lo improvisado, y con la tranquilidad de lo conocido. Carlos Campos es un guitarrista de larga trayectoria, muy respetado en el mundo del jazz. Cada noche se lo puede encontrar en una jam session diferente. A veces abriendo, a veces sólo participando, pero él y su guitarra son dos elementos que no pueden faltar para que la jam esté completa. Incansable, fatiga boliches con el solo afán de tocar. “Para mí es todo un training participar, y es también aprovechar la oportunidad que dan los lugares de hacer lo que a uno le gusta”, resalta. El humor de Campos cambia según cómo haya salido la última tocada, pero nunca se deja caer del todo: siempre parece tener resto para una oportunidad más.
El aprendizaje no es una exclusividad de los novatos. González asegura que cada jam le deja algo nuevo, que el beneficio siempre es para los dos lados: “A veces se aprende más tocando con alguien que no sabe que con alguien que sabe”, afirma. Campos coincide en el aspecto continuamente formador de estos encuentros: “A pesar de los años que llevo en esto, tocar con los buenos y con los malos me sigue sirviendo para nutrirme del código que hay en una jam, las señales, los guiños, que son cosas que en tu casa no vas a aprender estudiando temas o tocando con una pista”.
“Así como a veces aparece alguien que canta o toca mal, de golpe aparecen chicos de grandes condiciones, que uno los ve y vive cómo se desarrollan muy bien. Por eso solo ya vale la pena. Con que cada tanto aparezca alguno, es un logro”, reconoce el dueño de Jazz & Pop, con algo de orgullo por el fruto de todos los años que lleva oficiando de sparring: “El asunto es que hay que darles el lugar”, insiste.
Amigos y futuros amigos
Los más jóvenes agregan otra visión al fenómeno de las jams: el encuentro social, el disfrute, tocar con amigos, conocer gente, ver cómo se genera música. Ir a tocar en las condiciones que una jam session impone se les presenta como una mezcla de placer y desafío. Los músicos de jazz son muy fanáticos: escuchan, viven, transmiten la música de una manera muy particular, casi anacrónica cuando se trata de personas de entre 20 y 30 años. Es difícil encontrar a dos músicos de jazz conversando sobre otra cosa que no sea música. Y las jams funcionan como usina de toda esa energía musical.
Federico Palmolella llega a la jam de los lunes en La Biblioteca Café (Marcelo T. de Alvear 1155) casi a la medianoche y la encuentra en su punto más alto. Ya subieron cuatro formaciones al escenario, el público y los músicos ya entraron en confianza: el lugar fue tomado por el ambiente descontracturado y a la vez respetuoso, formado, casi en su totalidad, por un seleccionado sub-35. El contrabajista viene de tocar como sesionista en el segundo show de Harry Waters en Buenos Aires y, aunque no pudo estar para abrir la jam como todos los lunes, no quiso dejar de ir, pasar un rato, tocar un poco más. “Para mí, las jams son un encuentro entre músicos, oyentes y aficionados, y son el momento en el que uno puede expresar al máximo, y en más oportunidades, todo lo que no puede decir de otras maneras”, reflexiona y corre a subirse a ese escenario donde la noche se alarga y los límites se desdibujan.
“Las jams son un espacio para encontrarse y compartir, porque en la interacción uno se va descubriendo; por eso creo que las buenas son aquellas en las que hay un clima especial”, asegura Guido Briscioli, guitarrista de jazz y tango a cargo de la jam de los sábados en La Ratonera Cultural (Corrientes 5552). Allí, la onda rockera y teatral deja lugar por una noche al groove jazzero de la jam. En funcionamiento desde hace seis años, se trata de una de las precursoras de la “nueva ola” de jams en Buenos Aires. Fernando Cipolla, director y responsable artístico del centro cultural, señala: “Hay algo que pasa en las jams que no pasa en otro lado. De hecho, hay muchas personas que, sin ser músicos ni aficionados al jazz, vienen porque les gusta el ambiente que se genera”.
“Ahora hay muchos músicos dando vueltas y medio que nos conocemos entre todos. Ya no se trata de ese ghetto de los que abren y los que tocan, y los demás esperando a ver si hay un huequito. Hoy hay jams todos los días, hay lugar para todos. Existe mucho compañerismo”, festeja Pablo Tesare, contrabajista de jazz, pero también de otros géneros como funk y pop. Para él, las jams representan un lugar de expresión con muchos menos límites y presión que cualquier otro terreno musical, y las disfruta desde ese punto.
Escapar de la rutina
El espíritu de las jam sessions, en definitiva, no deja de ser el de juntarse a tocar. Allí se entreveran la enseñanza, el entrenamiento, la diversión y el gusto por la música. Puede salir mejor o peor, puede resultar tedioso alguna vez y mágico otras. Pero en las jams la música está ahí, como agazapada, esperando que algún músico la descubra y la libere, quizás a través del solo de un virtuoso de algún instrumento, o en ese momento único en el que cuatro personas improvisando logran crear un clima, una atmósfera, un entramado que hace que “My Funny Valentine” suene como un tema inédito.
Muchos de los mejores músicos de jazz se dedican a trabajar como sesionistas en bandas de artistas internacionales con quienes salen de gira por el mundo. Otros tocan en cruceros. La mayoría tiene sus propios proyectos y dedican tiempo a la docencia. Todos ellos pueblan las jams cuando tienen una oportunidad y no les importa mezclarse con amateurs o novatos con tal de dar rienda suelta a sus instintos musicales y dejarse llevar. Sin límites, sin reglas, sin partituras.
Del embrollo al paradigma
El término “jam” es utilizado en el ambiente artístico para nombrar las improvisaciones. La traducción literal del inglés tiene varias acepciones, entre ellas “aglomeración”, “embrollo”, “interferencia”. De alguna manera, y a través del tiempo, ese concepto de desordenado, atascado, derivó en lo que ahora es todo un paradigma de producciones culturales. Hay jams de danza, de actuación y, por supuesto, de música.
Las jam sessions son un género dentro del jazz, que cobró entidad como espectáculo en sí mismo, más allá de haber surgido como un espacio de improvisación y creatividad. En ellas, la premisa es muy simple: debe tratarse de músicos que no toquen juntos habitualmente, que improvisen sobre una base de standard, sin partituras, ensayo previo ni la existencia de un líder. Los músicos acuerdan acerca de qué tocar en el momento de subir al escenario y, después de un par de “vueltas” del tema principal, cada uno hace un solo mientras los demás mantienen una base.
Las jam sessions tuvieron su origen en Nueva York en los años ’30. Se organizaban en locales, clubes o en casas particulares, y ya desde esa época funcionaron como alternativa para músicos experimentados que escapaban a la rutina y para jóvenes que iban a foguearse con los mayores. En Buenos Aires también existió el fenómeno desde la primera mitad del siglo pasado. Jorge “Negro” González, contrabajista histórico del jazz argentino, recuerda una jam session a la que solía asistir en los años ’50, que se organizaba en un departamento en el cuarto piso de un edificio en Ayacucho y Posadas. El dueño era Carlos Tarcia, una especie de mecenas, aficionado al jazz, que no tocaba ningún instrumento pero que, según recuerda González, organizó una jam cada miércoles y cada domingo durante treinta años, sin fines de lucro. Con el tiempo, los músicos fueron encontrando o creando espacios donde desarrollarlas. En 1978 se inauguró el primer Jazz & Pop, donde compartieron escenario artistas de la talla de Néstor Astarita, Roberto “Junior” Cesari, Baby López Fürst, Fats Fernández, Dino Saluzzi y otros provenientes de otros géneros musicales, como Litto Nebbia, Rubén Rada, Javier Martínez o Lito Epumer.
Improvisar sin ghettos
La alternativa jazzera de las jam sessions agrega una nota más a la poblada vida nocturna de la ciudad de Buenos Aires. No sólo los músicos se ven beneficiados por la creación y proliferación de estos espacios, sino que existe gran cantidad de público que logra un primer contacto con el jazz de manera distendida, informal y económica. La mística de ghetto medio elitista que alguna vez rodeó a los músicos y a los entendidos del género se desdibuja ante el panorama actual de jam sessions que acercan la propuesta a todo tipo de espectadores, ya sea por variedad y cantidad de lugares y fechas (hay jams todos los días de la semana) como por lo accesibles que resultan: en la mayoría no se cobra entrada, y en las que sí, se trata de admisiones que no superan los 15 pesos. Cada jam se promociona y difunde mediante la publicación en las programaciones de los lugares que las albergan, y a través de las redes sociales. Buenos Aires Jams es un grupo en Facebook que promueve y actualiza la agenda semanal donde se pueden consultar las opciones que existen para cada día (face book.com/groups/buenosai resjams).
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