Otra visita, en representación del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América, se produjo, en 1957, cuando Louis Armstrong con su quinteto All Stars, y la no menos famosa vocalista de color Velma Middleton, hizo una gira también de buena voluntad por países de América latina. Llegado a Buenos Aires, se presentó, del 30 de octubre al 13 de noviembre, en el escenario del Gran Teatro Opera en el que actuó con sala llena en todas las funciones. La noche del debut, Luis María Hernández –crítico musical juntamente con Leopoldo Hurtado– recibió la orden de hacer la nota. Al salir de la Secretaría General subió a “la Cuadra” y, dirigiéndose a mi escritorio, me dijo que Navarro le había
encomendado la crítica del debut de Armstrong y que de jazz no entendía casi nada. “¿Por qué no me hacés la gauchada y vamos juntos, ya que a vos te gusta el jazz y me ayudás a escribir la crítica?”. Desde mi adolescencia soy fanático del jazz, que nació en Nueva Orleáns, de Al Jolson, al igual que de las grandes bandas de las primeras décadas del siglo XX y de las vocalistas de color, en las que ubico en primer término a Ella Fitzgerald. Con mi amigo Cermesoni (padre), encargado en la sección Deportes de las informaciones de esgrima –integró el equipo de sable que nos representó en las Olimpíadas de Londres, en 1948–, y de las crónicas de boxeo, solíamos concurrir a escuchar jazz y éramos habitués en las presentaciones del cuarteto de su amigo Jorge Fortich Rivero. Poseo, como trofeo, discos que grabó en 1938 y 1939, de manera subrepticia, John Hammond, periodista norteamericano, en ocasión de los primeros conciertos de jazz que se realizaron en el Carnegie Hall, de Nueva York. Aquella tarde acepté, por supuesto, el pedido de Luis María, y un par de horas más tarde partimos hacia el teatro; él, tranquilizado, pues si cometía algún error podría culparme y no aparecer como autor de su equivocación, y yo, feliz al saber que escucharía a “uno de los grandes músicos de jazz”, desde una butaca de las primeras filas del teatro. (Todos los cinematógrafos y salas teatrales reservaban entonces uno o dos asientos de privilegio para los críticos). En boletería, Hernández pidió las entradas que el diario debía tener asignadas, pero los boleteros le aclararon: “No hay butacas reservadas para La Prensa”. Luis María insistió, primero de buenas maneras, para exigir después sin resultado... en tanto yo “levantaba presión”.
Al ver que se nos negaban los asientos, mostré la credencial firmada por Aramburu y pedí, con la soberbia que mostrábamos en aquel entonces: “Busquen a Chas y díganle que, si no entramos, puedo hacer suspender la función...”. Qué le dijeron no sé, pero deseo suponer que nada del disparate que expresé. Chas apareció a los pocos minutos y preguntó: “¿Qué pasa?...”, para agregar, dirigiéndose a mí: “¿Me enteré que trabajás en el diario... como te va?...”. “Así es, estoy en la Redacción”, le contesté con orgullo. Chas puso fin a la insistencia de Hernández al hacer gala de la simpatía que mostraba habitualmente y permitirnos escuchar la actuación tras bambalinas. Allí, Luis María esbozó el borrador de su crítica, con las consultas que me hacía y que le contestaba con absoluto desenfado, como si toda mi vida hubiera estado al servicio de las críticas musicales de jazz. (Chas era administrador de las salas cinematográficas de Clemente Lococco, pero, antes, había sido uno de los secretarios de Redacción de La Prensa, tarea que continuó con el diario confiscado y del que debió alejarse cuando se lo recuperó, al igual que el reducido grupo periodístico que lo acompañó aquellos cinco años). Mientras se desarrollaba la función pensé que sería interesante invitar a Armstrong a comer en el diario... y se lo comenté a Hernández. Se sorprendió, pero me acompañó hasta el camarín, y tras las presentaciones, le hice la invitación, extensiva a sus músicos y vocalista. Aceptó inmediatamente, pero nos aclaró que lo acompañaba su esposa, a quien nos presentó y a la que, por supuesto, incluimos en la invitación. Era una mujer de color, bonita, menuda y de rasgos finos, además de empresaria; presidía el directorio de la em presa fundada con su marido, dedicada a elaborar un laxante que se vendía, en el país del Norte, en minúsculas pastillas ensobradas. Resumiendo, convinimos en pasar a buscarlos al término de la función del 3 de mayo. Pero esa noche nos encontramos ante un hecho que no habíamos previsto y que ocurrió después del debut, cuando con Luis María ya habíamos regresado al diario. Un grupo de inadaptados había tratado de golpear a Armstrong en la boca para impedirle tocar la trompeta, con el inocultable propósito de interrumpir su actuación, hecho que felizmente impidió la policía de custodia en el teatro. Con tal antecedente fui hasta la Comisaría 1ra. y, tras hacerle conocer al comisario la razón de mi presencia, le pedí que enviara dos o tres patrulleros con el fin de escoltar a los cuatro o cinco automóviles del diario en los que llevaríamos al músico y a sus acompañantes, aclarándole que el personal policial debía aguardar hasta el regreso al hotel en que se alojaban. Claro que, para ello, recurrí a la famosa credencial que me autorizaba a “requerir los servicios de las Fuerzas Armadas y de Seguridad para el cumplimiento de sus funciones”. Instalados en el comedor, el “menú criollo” consistió en empanadas, locro y abundante vino para casi el centenar de redactores, cronistas y algunos de los integrantes de la administración que se congregaron en torno a la mesa. A su término, nos trasladamos al primer piso para hacerles conocer el Salón de Actos, del cual quedaron asombrados y en el que nosotros, ni lo pensábamos, asistiríamos a una jazz session como la que en retribución nos ofrecieron. Entre los presentes estaba un hermano de Martínez Cortés que tocaba la guitarra. Mientras Armstrong preguntaba si había coñac para beber, aquél comenzó a rasguear algunas notas que decidieron al pianista, que ya había observado el “famoso piano de cola, que se había llevado Espejo”, a iniciar el acompañamiento.
Ello motivó que Armstrong se pusiera a cantar y que Velma Middleton lo acompañara, al igual que lo hicieron después algunos de los cinco All Stars. Cuando los ejecutantes suspendieron su actuación para beber, se inició un nuevo concierto a dos voces, y a capella, protagonizado por Armstrong y su cantante. Los nombres e instrumentos de los integrantes de los All Stars los dejo incluidos en señal de agradecido recuerdo de esa inolvidable reunión y por haber estado incluidos sus protagonistas entre los grandes músicos de jazz. Armstrong tenía prohibido por contrato tocar su trompeta fuera de los conciertos que le habían sido organizados, cláusula que incluía a sus músicos, cuyos instrumentos habían quedado también en el hotel Continental donde se alojaban, situación que nos aclararon al disculparse por no haber podido llevarlos. (Sus nombres: Trummy Young, trombón; Edmond Hall, clarinete; Billy Kyle, piano, el primero en tocar en él con el diario recuperado; Barret Deems, batería, y Squire Gersh, contrabajo). Los escuchamos “como en misa” hasta que, con la salida del sol, regresaron al hotel. Era la época inicial de los grabadores, pero en el diario resultaba raro usarlos; pasados los años, muchos recordaban aquella “noche de puro jazz” (del nacido en Nueva Orleáns, cuna del visitante). (En esa ciudad, comenzó a tocar la trompeta, instrumento con el que alcanzaría fama mundial, y a cantar con su inconfundible estilo, a principios del siglo XX). “¡Qué macana!... aquella noche ninguno tuvo un grabador a mano!”... recuerdan, entre otros, Rodolfo Agustín Perri –quien llegó a la jefatura de la sección Gremiales y supo ganarse el respeto de toda la dirigencia sindical y por quien
mantengo el cariño y la amistad que surgieron desde el momento en que nos conocimos–, Antonio Rodríguez Villar, hijo también de un redactor del diario compañero de mi padre, y Carlos Burone (fallecido), al igual que muchos de aquel centenar de afortunados asistentes a ese memorable encuentro.
Homónimo peruano Esa noche estuvo también Hugo Guerrero Marthineitz (“El Peruano Parlanchín”), quien había llegado a Buenos Aires poco tiempo antes, procedente de Montevideo, ciudad desde la que transmitía, a través de la onda de radio Carve, un programa que la oposición escuchaba en Buenos Aires por sus comentarios desfavorables al gobierno de Perón. Por esa razón lo llamé al hotel en que se alojaba, después de haber recorrido, en su búsqueda, la guía telefónica, costumbre que Navarro Lahitte había impuesto en el diario como norma; al no encontrarlo en el hotel, le dejé un mensaje. “¡Hermano, qué alegría me das!... ¿Qué hacés por acá?”, dijo al contestar mi mensaje y yo atenderlo. La manera en que lo hacía, me impulsó a responderle: “Guerrero, creo que se equivoca de persona”, para recibir por respuesta: “¿Pero, que dices hermano, no eres tú, acaso, Maceira... de La Prensa, de Lima?”. Sorprendido, supe así que en La Prensa, de la capital del Perú, no sólo tenía un homónimo... sino que era también periodista. Al día siguiente, al igual que el resto de los participantes de esa reunión, llegué tarde al diario y, al enterarme de que en la Secretaría General se me buscaba, fui directamente hacia allí. “¡Pero, Maceira, cómo se le ocurrió traer un negro al diario!...”. se me dijo, no bien entré al despacho para recibir, del secretario general, una de sus mejores “tirada de orejas”.
Le expliqué cómo se había iniciado el episodio, le aclaré la importancia del invitado en el mundo del espectáculo internacional y la satisfacción de cuantos habían participado en ambas reuniones. Finalizada mi aclaración, aquél volvió a recriminarme por la visita y dio por finalizada la conversación; por mi parte, me retiré con más rabia que asombro ante tal reconvención. Lo sucedido demuestra que existían disparidades de criterio, o ideológicas, dentro del diario, pero también debo decir que éstas raramente llegaban a reflejarse en las informaciones. En este caso, en cambio, lamentablemente ocurrió... ¡pues ni siquiera se dio noticia de la visita!
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