El teclado es, apenas, un punto de referencia. Sus dedos lo rozan, lo castigan o lo ignoran. Sus brazos y sus piernas son, de pronto, un remolino furioso y, de pronto, aspas interminablemente detenidas. Muchos de los gestos de ese hombre grande que ha pasado el medio siglo de vida son ridículos, extravagantes, sin sentido para cualquier espectador cuerdo. Pero no hay espectadores cuerdos allí donde Enrique Villegas recita —con el piano o con las palabras, no importa, el lenguaje no importa— una música , personal, gozosa, que vale la pena. Una feligresía de cien personas cree que también vale la pena, esa noche, apartarse de la televisión, dejar la rutina, abandonar las charlas prácticas para oír algo que ni siquiera es música clásica. Al otro día, otros cien; los viernes y los sábados, muchos más, sin contar los que se quedan, en la calle, sin poder entrar.
También vale la pena comulgar con Astor Piazzolla o con Horacio Salgan, o con el chico Saravia, que dice que lo que él canta no es folklore. Es una aclaración innecesaria, porque ya Piazzolla no se preocupa por reivindicar el rótulo de tango para sus composiciones. Todos ellos se preocupan sólo por rescatar la mejor música popular, partiendo del jazz, del folklore o del tango: pero sólo partiendo de ellos, modificándolos, mejorándolos, con recursos que los creadores de esos géneros no imaginaron.
Mientras Villegas toca en el '676', Horacio Salgan y Adolfo Abalos, que esperan ( su turno, se encuentran en un rincón y se entienden: "¿Te acordes de aquella locura?" La 'locura' era un ritmo que inventó Salgan a principios de 1963, una especie de tango rítmico en el que Abalos se complicó golpeando un bombo; el 'balanceo'. Se trataba, como decía Salgan entonces, de tender un puente hacia la juventud que prefería el twist o el cha-cha-cha, de arrimarlos a la música argentina. Un propósito demasiado pragmático para ser cierto: de lo que se trataba, en realidad, era de innovar, de experimentar.
Diez años antes, lo había hecho Astor Piazzolla, con una excusa parecida: inventó el Tanguango, un supuesto nuevo ritmo para toda orquesta que sólo grabaron dos —la típica de Aníbal Troilo y la jazz Cotton Pickers, de Ahmed Rattip—, curiosamente en el mismo sello de discos que acogió a la orquesta de Piazzolla. Experimentar es imperativo para los pontífices de la noche porteña, y pagan por ello un precio, el de la indiferencia de los sectores más. amplios de público. También Villegas experimentó con la música folklórica antes de dedicarse con exclusividad al jazz; y después de un éxito fugaz en USA con su longplay Very, very, Villegas, conoció el rechazo: "No tiene estilo propio. Toca como todos los pianistas." Para entonces, la revista especializada argentina Jazz Magazine había dado otro veredicto: "En realidad, Villegas toca el piano como si estuviera tocando todos los instrumentos de una orquesta."
El '676' —lugar que alberga a la mayoría de los iconoclastas— es un local de escasos cien metros cuadrados, donde los músicos no tienen más que un rectángulo para apeñuscarse; en la media luz apenas se divisan los cuatro grabados de Berni, que interrumpen las paredes. Después de algún tiempo, entre el público de snobs y fanáticos se han colado auténticos melómanos, y un concurso de curiosos en el que militan los turistas norteamericanos; las mesas ya tienen un programa bilingüe, y en inglés se subraya que se trata de un lugar diferente (Different in a way the most people prefer). Los precios todavía se consignan en español: bebidas nacionales, desde Coca Cola a whisky, 300 pesos; bebidas importadas, 400; champaña nacional, 2.000, y champaña importada, 5.000.
El 676 es, por otra parte, el único santuario en que conviven, sin agredirse, los tres géneros que de alguna manera disputan la primacía en el gesto de Buenos Aires: la música segregada por la propia ciudad, el tango; la vertiente del interior, el folklore; y la corriente más ancha todavía de la música internacional que esconde al jazz, su forma más valedera, en una funda de pringosas danzas pasatistas. Cada uno de esos géneros tiene sus santuarios exclusivos.
En el campo del jazz, los viejos santuarios sucumbieron a lo largo de los últimos años: el Hot Club dejó de realizar sus jam-session en el teatro La Máscara; el Bob Club no volvió a frecuentar el teatrillo de la YMCA. Los night club Jamaica y King's buscaron otras evasiones musicales. Junto con la falta de templos, se vivió un proceso de éxodo: hacia Europa, primero el contrabajista Galeazzi y después el saxofonista Leandro "Gato" Barbieri; hacia USA, siguiendo las huellas del legendario director y arreglador Dante Varela, los pianistas Boris "Lalo" Schiffrin y Enrique Villegas, éste con pasaje de regreso.
Otra forma de migración, interna, encaminó los pasos del saxo y clarinetista Marito Cosentino a la música culta, y de Bubby Lavecchia, Horacio "Pocho" Gatti y Horacio Malvicino, hacia la dirección de orquestas estables en los canales de televisión. Malvicino teme ahora retornar a las "pizzas" de jazz, porque no está seguro de sentirse otra vez en clima. Su reciente fracaso como autor de comedia musical, en Locos de Verano, le ha señalado otra limitación.
Pero nada se pierde, sino que se transforma, cuando hay algo de genuino; el jazz puro, en su forma tradicional (Hot) o moderna (be-bop, cool), está destinado a encontrar, tarde o temprano, refugios y adictos, como los que ahora albergan, en San Pablo, Brasil, a los restos de la Bossa nova, convertidos en samba-jazz. Una trinchera sofisticada está instalada en el restaurante Moustache, de Martínez, donde el piloso propietario Christian Kellens, enarbola su trombón a vara y dialoga con el pianista Jorge Navarro; Chicote Jazz, ante la puerta del Hipódromo de Palermo, y la confitería. Sí, a media cuadra de Mendoza y Cabildo, combinan con beneplácito de su clientela jazz, bocados y tragos. Sin intermediarios gastronómicos, el teatro del Instituto de Arte Moderno abre sus puertas una vez a la semana (los lunes, claro) a los fans y les deja saborear los glisandos del trombonista "Bicho" Casalla o los enervantes solos de Rubén Barbieri.
El buen jazz, en cambio, no se graba demasiado en la Argentina. Aunque Alfredo Radoszynsky —que en 1964 fundó una empresa dedicada a registros de música seria y popular, con fuerte predominio de jazz— asegura que esa situación habrá de modificarse este año. Las ejecuciones del trío de Jorge Navarro, el quinteto de Santiago Giacobbe y el grupo Los Estudiantes triunfaron en su asedio de las discotecas privadas.
PRIMERA PLANA
25 de mayo de 1965
http://www.magicasruinas.com.ar/revistero/argentina/musica-sinfonia-buenos-aires.htm
Born in Buenos Aires, Argentina, Mr. Varela is a triple-threat conductor-pianist-composer who has built himself a solid reputation as an authentic and highly original Latin music-maker. His talents are often directed, with equal authority, toward jazz and ballads. The composer of over 17 popular songs, he has also written important piano suites and several orchestral works.
Mr. Varela studied piano with Vincenzo Scaramuzza and studied saxophone and clarinet with his father, Benito Varela, Professor of Music at the "Don Bosco" schools in Buenos Aires for over 20 years. Organizing his first orchestra at the age of 20, he came to the United States soon after.
(Liner notes del disco "LATIN HOLIDAY",USA,1959)
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